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Dios llora… El misterio de la muerte Parte II

  • Cristian Roberto Santana Vargas
  • 2 feb 2018
  • 7 Min. de lectura

El título del presente artículo puede ser complejo por mencionar a un Dios que derrame lágrimas, puesto que su omnipotencia no permitiría atribuirle esta denominación. Lo que a continuación voy a redactar, recoge reflexiones en un diálogo profundo con autores judíos y cristianos, para poder continuar develando el misterio de la muerte, que puede ayudar en cierto sentido a pacificar nuestro dolor frente a la partida de un ser querido, especialmente de quienes han dejado este mundo de manera trágica.

Heas Jonas, filósofo y teólogo judío, experimentó el dolor más profundo al ver, en el holocausto provocado por la Alemania nazi de la segunda guerra mundial la muerte de quienes formaban parte de su vida y de entre ellos, su madre. Al ver a millones de judíos siendo aniquilados en los campos de concentración recae inmediatamente la pregunta ¿cómo Dios puede permitir esto? Auschwitz fue la tragedia que levantó la pregunta a H Jonas y en él se levantan aquellas preguntas de personas que ven morir trágicamente a sus seres amados. Para H. Jonas, siguiendo la perspectiva judía, al crear el mundo, Dios renuncia su propio ser, se despojó de su divinidad para volverlo a recibir en la odisea del tiempo. Dios debió retirarse. El desarrollo de la vida trajo consigo la limitación. Dios se ha convertido por haberse retirado desde el comienzo en un Dios sufriente, un Dios preocupado, en pocas palabras, Dios sufre. Ahora le toca al hombre responder a su libertad y asumir esta libertad. Los seres humanos somos responsables del mal y tenemos que combatirlo. El término “retirarse” no significa que Dios sea un simple espectador sino al hecho de que nos dio libertad, de manera que “Dios se retira” porque nos deja a nuestro libre arbitrio (voluntad) decidir sea el bien o el mal. Al ser Creador, Dios acompaña su creación, la sostiene, la bendice, va junto a nosotros, pendiente de nuestra felicidad.

Dios no se desentiende del grito y las lágrimas de quienes viven esta odisea del duelo, no se desentiende de la muerte del inocente; al contrario sufre, llora y su dolor se hace parte íntima de quienes reclaman justicia, explicación o por lo menos unos minutos de consuelo en medio del sueño de la “noche oscura de dolor”. El silencio de Dios frente a la súplica constante de cara a la partida de aquella persona que tanta falta nos hace, no significa olvido, sino por el contrario su silencio se hace dolor, se hace preocupación. Dios se preocupa por quien, en carne propia, experimenta la desesperación de anhelar palpar, acariciar, escuchar, abrazar a quien en un momento dado partió para “siempre” de este camino en la tierra. El problema se origina cuando en nuestra mente aclamamos a un Dios omnipotente, que está más allá de nuestra misma capacidad, vemos un Dios tan lejano en el cual somos nosotros los que construimos una barrera que cimenta una omnipotencia equivocada. Nosotros somos capaces de Dios porque somos capaces de amar.

Cuando vivenciamos la partida de un ser amado, esto se refleja con gran fuerza en el amor enérgico y desgarrador que se nos viene por medio de las lágrimas, y el grito desalentador del auxilio divino; en estos momentos cruciales todo nuestro ser (corazón, mente y alma) desfallece en aquella persona que cierra sus ojos, buscando explicación por todas partes y descubriendo, de esta manera, la única vía de consuelo que será la esperanza de un futuro re-encuentro.

Jesucristo llora por su amigo Lázaro y es justo en este episodio donde se desvela un Dios que se abaja. Jesús es el hombre para los otros en su vida y en su muerte. La muerte de Cristo no sustituye la acción del hombre, sino que crea un lugar donde el hombre pueda ejercer y morir con Cristo para vivir en él. Jesús no asume el sufrimiento de la cruz como castigo, él no peca. Asume la pasión como actitud de amor obediente. El Padre quiso el sacrificio de su Hijo como la reparación más perfecta. La razón por la que escogió como acto redentor la Pasión es su amor total a los hombres. Al exigir a Cristo esa satisfacción completa, el Padre entregaba su propio Hijo al sacrificio, haciendo con ello a la humanidad el mayor de los dones. A la luz de esto, se puede considerar que existe un punto de esperanza, un motivo para sobrellevar y sobrepasar el duelo. Cristo muere, “y una muerte de Cruz”, un acto incruento, violento, injusto…

Dios nos da libertad, “este no es mi Reino”, Dios no puede interferir en el rumbo del mundo porque no somos títeres de Dios, somos hijos en el Hijo (Jesucristo), por tal motivo no podemos exigir que Dios intervenga o prevenga un accidente, un derrame cerebral, una caída o cualquier tipo de episodio que provoque una muerte trágica e inmediata. El mundo sigue su rumbo, Dios no es un mago que pretenda jugar arbitrariamente con su “más hermosa creación”, el ser humano; debemos comprender que “este no es el Reino de Dios”, su Reino no tendrá fin, tenemos que fortalecernos y observar más allá del dolor, pero paradójicamente junto al dolor; vislumbrar que nuestra muerte (que se dará en cualquier momento) es una muerte en Cristo, pero a la vez una esperanza en la Resurrección, en el encuentro con nuestros seres amados. Lamentablemente estas explicaciones tienen diversas aristas y para muchos, la incomprensión de la muerte es presa sin salida del dolor extremo. Ante esto tenemos diversas vías como opción (enunciadas ya por Gesché):

Ponernos en contra de Dios.- esto sería lo más dramático de reaccionar ante el problema de la muerte, que consiste primero en denunciar a Dios y que finalmente término negando a Dios porque si hay la muerte y el mal, Dios no existe. Entonces el contra argumento del mal se encontraría en el ateísmo, y no cualquier ateísmo, se trata de un ateísmo de decepción. Dado que Dios es bueno no podría permitir una muerte trágica o no podría haber mal alguno (visión positiva), pero como hay mal, no podría existir este Dios bueno (visión negativa). No se puede concebir a Dios, a no ser que sea un Dios perverso o a su vez un Dios inútil puesto que no puede destruir a quienes comente actos degradantes provocando de esta manera la muerte del inocente.

Por otra parte están quienes toman una postura Pro-Dios o a favor de Dios.- Otra manera de reaccionar es la defensa de Dios, sacar a Dios del problema, expulsar a Dios de la cuestión de la muerte y el mal; se dedican a hacer inocente a Dios de toda muerte y de todo mal. Para mi forma de ver, este procedimiento disculpa a Dios demasiado a prisa. Hay que dejar que Dios también hable sobre esto. Esta postura no permite contestar al grito del ser humano. No se debería impedir a Dios oír el clamor de su pueblo.

En Dios, es otro camino. Creer en Dios es creer que Él también puede sumergirse en este problema sobre la muerte del inocente. Creer en Dios es creer que Dios puede involucrarse. En medio del sufrimiento y del dolor es mejor hacerlo preguntándole a Dios mismo del porqué de la partida tan repentina de nuestros seres queridos.

A Dios, El sufrimiento dirigido a Dios se vislumbra también en la Sagrada Escritura, Jacob, Job, Jesús, se dirigían a Dios. El creyente es capaz de preguntarle a Dios gritándole a Él "Dios mío, porqué me has abandonado"; gritarle, llorarle, suplicarle, reclamarle. Todas estas posturas son válidas pues este mismo dolor lo han expresado personajes que recorren las Sagradas Escrituras, es el mismo dolor que experimentó Jesucristo antes de morir.

Con Dios, Sí creemos en Dios, entramos con Él. El problema es de Dios también, no le es ajeno. Dios también se escandaliza del mal, de la muerte trágica de uno de sus hijos, de un ser que lo ha creado con amor. Dios se rebela contra el mal, con la muerte del inocente. Ante la desesperación humana finalmente Dios decide encarnarse - Jesucristo – Aquí está la respuesta al “porqué a mí”, “porqué Dios lo permitió”, “porqué tuvo que irse repetidamente”, etc. Aquí el silencio de Dios cobra sentido porque en Jesucristo se encuentra nuestra verdadera esperanza. Ya no es un silencio desde nuestra concepción… Es un silencio de amor, un silencio que se hizo carne… Dios ve el sufrimiento de nosotros, llora con nosotros, sufre con nosotros…

Con la muerte, sea trágica, por medio de una enfermedad o en la vejez; Dios nos rescata de las manos del mal; nos lleva allá donde “Dios enjugará las lágrimas de los ojos de ellos, y ya no habrá muerte, ni más llanto, ni lamento, ni dolor; porque las primeras cosas habrán dejado de existir” (Ap 21,4). Van a los brazos de Dios, donde ya no hay silencio sino que se llega al proyecto primero de Dios, que es la divinización de cada uno de nosotros (donde nosotros también aspiramos llegar…)

Frente a la muerte no basta con pensar (debo seguir adelante) y actuar (debo sentirme orgulloso de mi hijo/a, hermano/a, padre – madre, etc., que yace en los brazos de Dios haciendo todo bien) sino que hay que ser capaces de incorporar el duelo que es el sentir. En el sentir debemos dejar lugar a la queja, al grito, entrar en la dosificación de Dios con el mal - muerte, Dios no nos castiga por la partida repentina de un ser amado.

El duelo es una etapa de purificación, esto lo debe descubrir por mí mismo; el acompañante: familiares y amigos sólo son testigos, pero “el sentir el duelo”, es un diálogo íntimo y personal con Dios. Debemos vivir el duelo, solos, en intimidad con Dios, pero también en compañía de los otros que, como testigos, nos motivan a seguir luchando pero sobre todo a seguir amando. Sólo queda la memoria de las palabras, el aspecto físico, una memoria que se hace vida en el momento que comprendemos que, quienes parten a la Jerusalén Celestial, anhelan de nosotros nuestra felicidad.

Cuando logremos sobrellevar el duelo, amando y buscando la felicidad, en ese preciso momento podremos tener certeza de que la persona que ha pasado de este mundo está ya gozando de Dios, pero lo hace también en la interioridad de nosotros, en nuestro corazón.

Este proceso tiene como camino - en el tiempo…

Con el pecado (el mal) entró la muerte… El problema del mal siguiente artículo

 
 
 

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