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El Misterio de la Muerte Una mirada desde las Escrituras

  • Foto del escritor: Cristian Santana
    Cristian Santana
  • 27 ene 2018
  • 5 Min. de lectura

PRIMERA PARTE

En lo que respecta al Antiguo Testamento, las Sagradas Escrituras presentan un pensamiento un tanto amargo por cuanto señala la “no existencia” de la persona que muere (Sal 39,14: “retira tu mirada, dame respiro antes de que me vaya y ya no exista”). Lo que sí es claro, es que la muerte corresponde a la suerte común de todo ser humano: “todos hemos de morir, como el agua que se derrama en tierra no se vuelve a recoger” (2°Sam 14,14), recayendo de esta manera a lo ya expresado en Gen 3,19: “porque polvo eres y al polvo volverás”. Está presente el “SCHEOL”, lugar al cual va todo difunto, especie de pozo profundo en donde vierte el silencio, el olvido y la “soledad existencial” (Sal 115,17: “los muertos no alaban a Dios, ninguno de los que baja al silencio”). Ya no hay esperanza, ni conocimiento de Dios, pues Dios olvida a los muertos. Por lo general para el pueblo de Israel, la bendición de Dios consistía en vivir muchos años, siendo el castigo mayor, la muerte.

No obstante, esta visión era un tanto desconsoladora y trágica, una visión que hasta la actualidad permanece. Pero será el mismo Antiguo Testamente que traiga a colación la pregunta fundamental: ¿si esto fuese así, porqué hay seres que, obrando el mal, viven muchos años y los que obran el bien encuentran una muerte pronta?, debo reconocer que esta misma pregunta que se hacía el pueblo de Israel hace muchos años, sigue siendo “nuestra pregunta”; No intento dar una respuesta total a este misterio porque, se quiera o no, la muerte sigue siendo un misterio, lo único que pretendo es plasmar mi reflexión que encuentra su única salida y respuesta en Jesucristo. Los salmos empiezan a evidenciar que hay algo más allá de la muerte, se empieza a evidenciar el rescate, la Resurrección.

Cuando observo el dolor de las personas que pierden a un ser querido (una madre, padre, hijo/a, hermano/a, etc.) siempre intento indagar una respuesta que pueda dar por lo menos un mínimo de consuelo, aunque el tiempo será la vía más certera para calmar dicho dolor. La impotencia, la indignación e incluso la rabia nos llevan a exigir una respuesta al mismo Dios por la partida de aquel “ser” que tanto amamos y que ahora desaparece de nuestro lado, desaparece su rostro, su figura, su sonrisa y su compañía. Hay quienes se interrogan por la muerte en sí ¿quién la creó? ¿Por qué a mí? Tenemos unas pinceladas en la misma Escritura en donde señala que después del pecado de Adán, hay una relación entre pecado y muerte pues Dios dijo: “del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gen 2,17).

Esto que aparentemente significa “sin remedio”, en sí demuestra en primer lugar el gran proyecto de Dios, que fuimos creados para la incorruptibilidad: “Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera” (Sab 1,13-14), “pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo” (Sab 2,24). Cuando nuestros primeros padres pecaron – Adán y Eva – entró la envidia, el odio, la muerte. No es un obrar ni un querer de Dios; ahora muchos dirán que esto sólo es un mito o ¿quién nos da seguridad de que esto sea así?, a lo cual, estoy convencido que no existe una respuesta de tipo científico experimental, sino que la respuesta misma se hizo carne, Jesucristo, y se plasmó en las Escrituras para que creyéramos y creyendo tengamos vida eterna. La esperanza de la resurrección e inmortalidad del AT encuentra confirmación y plenitud en la resurrección de Cristo. Según San Pablo, “por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte” (Rom 5,12). Es así como Cristo asume la muerte y la vence. Este es el sentido más profundo del bautismo, que nos une a Cristo en cruz (Rom 6,3). Por eso, para los cristianos, la muerte tiene sentido “porque ninguno de nosotros vive para sí mismo, como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos” (Rom 14,7-8). La muerte involucra a Dios mismo, una característica sobre la muerte de Jesús es mostrar su dimensión salvífica (Rom 6,10: “su muerte fue un morir al pecado”). La muerte de Jesús no suprime la muerte, pero sí transforma nuestra experiencia de la muerte.

Como lo había mencionado anteriormente, el ser humano está sometido a la muerte por su pecado, del que es esclavo. Pero Cristo murió con libertad suprema (“nadie me la quita [la vida], yo la doy voluntariamente” Jn 10,18). En Él, el ser humano se reencuentra con su vocación original de “ser para la vida”, se encuentra con el proyecto inicial de Dios desde siempre para nosotros, el de la “divinización”. En esta lógica, somos llamados a ver la muerte como configuración con Cristo vivida con voluntad de entrega libre y amorosa, en la esperanza de la resurrección.

Las lágrimas y el sufrimiento por la partida de un ser querido es un fenómeno que lo debemos experimentar; un proceso en el cual debemos aprender a sufrir, en donde el sacrificio también es parte de nuestro caminar.

A veces impregnamos en nuestras mentes, vidas y corazón la idea errónea (ingenuamente) que todo lo que formamos y somos lo realizamos en vistas al momento en el que nos encontramos, aunque debo reconocer que no tiene nada de malo, sin embargo el problema radica cuando nuestra vida misma está cimentada con una obsesión fuerte sobre esta “vida” pasajera y, en muchos casos, dejando de lado la presencia de Dios. Por tal motivo a veces el dolor sobrepasa nuestras propias fuerzas, aparentemente, pero en Cristo encontramos la paz no sólo porque anhelamos que su Espíritu nos sostenga, sino porque en ÉL vemos el ejemplo claro de la entrega absoluta.

¿Cuál es mi visión?, creo que la muerte es la puerta más inexplicable, pero la más cierta, todos, absolutamente todos la debemos cruzar, por otro lado, como cristianos, confiamos en la Resurrección de nuestros seres queridos. Estimamos que hay un medio posible para poder entregar nuestro dolor y nuestra tristeza, que es la oración en donde confluye nuestra paz a lo largo de la etapa del duelo.

El amor es la mayor respuesta a esta experiencia de muerte de un ser querido, no lo expreso por el hecho en sí (porque Dios no quiere que nadie sufra) sino un amor profundo que se refleja en nuestras lágrimas, en las palabras honrosas y llenas de potencia que brotan de nuestros labios por un suceso doloroso. Es ahí donde se pone en juego nuestra fe y nuestra esencia de “ser cristianos” porque creemos en que Dios llevará a plenitud su obra, que no significa una posibilidad, sino una certeza, una verdad. Así, la muerte se presenta como fin y comienzo, destrucción y consumación.

¿Qué dice Dios ante las muertes aparentemente injustas? ¿Por qué lo permite?

La respuesta: Dios llora…

(Siguiente artículo “Dios llora…)

 
 
 

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